Fuente: http://www.elnortedecastilla.es/20120725/local/salamanca/sonidos-unicos-penaparda-201207251911.html
“La tradición de tocar y bailar al son del pandero cuadrado tiene tantos años como pueda tener el pueblo”. Lo dice Gildo Vizarro, un peñapardino de pura cepa que, “desde que tenía cuatro o cinco años, ya bailaba con las muchachas” en una de las localidades más australes de Castilla y León. Han pasado los años, pero Gildo sigue aferrado a sus castañuelas sin perderse ninguna de las peculiares notas que emana el pandero cuadrado, un instrumento de percusión único cuyos orígenes árabes se remontan hasta el siglo VIII y que el próximo fin de semana será protagonista en el municipio salmantino.
Este fin de semana, el viernes 27 pero sobre todo el sábado 28 de julio, Peñaparda vestirá sus mejores galas para albergar la XIII Fiesta del Pandero Cuadrado, un acontecimiento organizado por la Asociación El Pandero Cuadrado que en esta ocasión entregará su máxima distinción, el Pandero de Honor, al divulgador vallisoletano y renovador de la música tradicional española Eliseo Parra, por su aportación para la conservación y el mantenimiento de este instrumento. El propio Parra es uno de los artistas más comprometidos con este festejo, al que ya asistió en su primera edición, el 14 de agosto de 1999, cuando impartió una conferencia y culminó la velada con un concierto, actuación que repetirá el próximo sábado acompañado del grupo de percusión ibérica Coetus.
Llegar a Peñaparda con la intención de conocer mejor el pandero cuadrado y las historias que encierra el pueblo hace que, en cuestión de minutos, se congreguen en la casa de la alcaldesa, Camila Vizarro, más de una docena de vecinos, orgullosos todos ellos de la tradición folclórica que atesoran. Al lugar llegan de forma improvisada Gildo y su mujer, Milagros Toribio, que enseña una fotografía de la pareja décadas atrás, ataviados con el traje típico: “Aquí se baila al son del pandero”, sentencia ella.
Tampoco falta Isabel Ramos, más conocida como Isabelita, la responsable de que se haya mantenido la tradición de tocar el pandero cuadrado, algo que aprendió de su madre Eugenia y de su abuela Gregoria. En Isabelita ha recaído la tarea de trasladar a las nuevas generaciones el arte de tocar el pandero cuadrado, un testigo que ha recogido con entusiasmo Lucía Ramos, hija de Javier y Maite, que con sus apenas nueve años se ha convertido en la más joven capaz de preservar la tradición (también Sandra y Alicia Ramos lo tocan).
“Siempre que veo a Lucía tocar me entran ganas de llorar. No sé por qué”, confiesa Isabelita, que llama “mi niña” a su discípula más aventajada y que confiesa estar “orgullosa” de haber salvaguardado una tradición que nadie le enseñó: “Yo aprendí viendo a mi abuela y a mi madre”, recalca con una amplia sonrisa. “Esto es algo que, o naces con ello, o no hay nada que hacer”, explica Maite, la madre de Lucía, antes de contar cómo ella misma intentó aprender hasta que Isabelita le dijo, con tanta sinceridad como crudeza: “Mira, estás perdiendo el tiempo y me lo haces perder a mí también”.
La demostración de esta ancestral tradición no se hace esperar. Isabelita y Lucía se aferran a sus respectivos panderos para tocar y cantar al unísono varias canciones, arrancando las sonrisas cómplices y el movimiento de todos los presentes. El baile consta de tres fases con ritmos bien diferentes, la última de las cuales se divide a su vez en dos: se trata del Ajechao, que dura cuatro vueltas; el Salteao o Sorteao, de idéntica duración; y el Fandango, que se divide en dos vueltas para el Corrido y otras dos para el Brincao. Todos ellos se tocaban y bailaban tradicionalmente en todos los acontecimientos del pueblo, desde la trilla hasta la matanza.
El pandero, que todavía se fabrica en el pueblo por artesanos como la tía Juana (González), Andrea Mateos o Antonio Lozano, está hecho de piel de cabrito o de cabra vieja montada sobre un bastidor de madera de unos 35 centímetros cada lado y cosida en los laterales; en su interior puede tener un cascabel o una pequeña cencerra, y tiene una o dos asas para sujetarlo introduciendo en ellas el pulgar. Se toca normalmente de pie, apoyando la pierna sobre una silla, y mientras la mano que lo sujeta con el pulgar lo percusiona con el resto de dedos, la mano libre lo golpea con una baqueta que en Peñaparda se denomina porra.
“Esto es un fósil musical”, sentencia Javier Ramos, “en Cataluña, el País Vasco o Galicia se le daría mucha más importancia”. Según apunta, “la peculiar ejecución del pandero cuadrado de Peñaparda lo convierte en un endemismo musical, sólo en la comarca del Rebollar se conservó y finalmente sólo en Peñaparda se conserva viva la tradición con esa forma de tocar el pandero, lo que lo convierte en un instrumento distinto del pandero tañido únicamente con las manos”.
Para garantizar su conservación, la Fiesta del próximo fin de semana resulta fundamental: “Cada año viene más gente, y desde más lejos”, desvela Camila, la alcaldesa, antes de subrayar que “en otros lugares se hacen imitaciones muy malas del pandero cuadrado” y que “en ninguna parte del mundo se toca como aquí”. No en vano, entre el público fiel de esta fiesta figura la etnomusicóloga, cantante y doctora por la York University de Toronto Judith R. Cohen, que este año impartirá una conferencia el viernes.
Un pueblo emigrante
En la tertulia también participa María Antonia Pascual, antigua alcaldesa del pueblo y la responsable de que se pusieran en marcha iniciativas como la Fiesta del Pandero Cuadrado o el Museo del Lino, otro de los orgullos locales. Instalado en las antiguas escuelas, este centro es una pequeña ventana abierta al pasado, donde se muestra todo el proceso de elaboración de este tejido, desde la siembra hasta las prendas finales pasando por todo el proceso de tejido.
Junto a fotografías que documentan cada fase (arado de la tierra, sembrar, recoger y juntar en haces, llevarlo al río para ablandarlo, machar, esbagar, hilar, cardar, devanar…), se pueden contemplar los utensilios que se utilizaban, aperos de labranza e incluso una alcoba tal y como eran antiguamente en el pueblo.
El último censo del INE refleja que Peñaparda cuenta con cerca de 400 habitantes, si bien según explica el secretario del Ayuntamiento, Javier Ramos, la población rondaba las 2.000 personas en los años 50, antes de que sus habitantes hicieran las maletas y emprendieran la aventura de la emigración con un destino predominante sobre el resto: Francia. No en vano, junto a la vecina El Payo, la abulense Navaquesera y la cacereña Campillo de la Deleitosa, Peñaparda registra la mayor tasa de emigración al extranjero de España.
A Francia emigraron familias enteras, y muchas de ellas aún permanecen en territorio galo (622 personas, según el último dato del Padrón de Españoles Residentes en el Extranjero). Algunas regresaron, como las dos abuelas centenarias de las que presume la localidad, y es que no es muy habitual que un pueblo cuente entre sus vecinos con una mujer de 107 años y con otra de 106: Gregoria Benito, más conocida como la Tía Gora, y Dionisia Morales, que el pasado junio celebró su onomástica.
Centenarias y felices
La casa de la Tía Gora es visita obligada. De ella no ha querido moverse pese a su avanzada edad y la insistencia de sus hijos, que pasan los días a su lado ante su reticencia a abandonar el que ha sido su hogar “desde la Guerra de España”. “La mí Santiaga ya no puede venir a cuidarme, porque está peor que yo”, lamenta refiriéndose a su hija mayor, de 86 años, en presencia de José y Nicolasa, sus otros dos hijos.
Al lado de su chimenea, ella descansa en una butaca ataviada con una saya, los grandes pendientes típicos y un pañuelo negro en la cabeza. Perfectamente lúcida, pero mermada por unos problemas de visión que ya le impiden salir sola a la calle, la Tía Gora confiesa el secreto de su longevidad: “Tengo poco que trabajar ya, por eso vivimos tanto”, antes de que el tono bromista deje paso a otra reflexión más pausada: “Los años no perdonan, y bien trabajados que están”.
Antes de mentarle a un fiel compañero de fatigas, el pandero cuadrado, su mano derecha comienza a repicar sobre su pierna, como rememorando la infinidad de veces que fue ella quien marcaba el ritmo: “Unos pocos de bailes sí me he echado, y unos pocos de sucos, agarrada a la mancera, he labrado. El pandero lo tocaba de noche porque de día había que trabajar para comer”, rememora antes de arrancarse a cantar (“ya me cuesta mucho”, confiesa tras los aplausos). “Hoy está contenta”, subraya su hijo José, que lanza un pensamiento al aire: “Esto tiene que ser más duro que las piedras. Nunca tiene frío ni calor, nunca ha necesitado pañales y come todo lo que le das”.
Ella, entre tanto, revisita el pasado y recuerda los tiempos en que se subía “a los verdiones (robles) para que no me vieran los novios”. El pandero cuadrado y el trabajo en el campo “es lo que teníamos que conocer”, añade antes de recordar: “P’allí p’al baldío me jarté de bailar”, y despedirnos asegurando que “nunca puede faltar un canto”.
Desde su casa alcanzamos la residencia de Dionisia, que hace escasas semanas ha celebrado su 106º cumpleaños. Ahora vive con sus hijos Nicolás y Julia, y las habituales visitas desde Barcelona de su otra hija, María Antonia, pero el destino la ha llevado bien lejos de su tierra, como a muchos vecinos peñapardinos. Con once años se marchó del pueblo y durante ocho años residió en Francia, trabajando en el bosque en la tala de árboles. Allí, en la localidad de Sochaux, se casó con otro peñapardino y juntos regresaron a su tierra antes de la guerra “tras hacer algo de dinero”. Su marido fue el herrero del pueblo, y ejerció como alcalde durante cerca de dos décadas.
Bien despierta e impecable, ante la pregunta ‘¿qué tal se encuentra?’ asegura que “bien, pero ya muy cansada. Lo que tengo es que estoy muy sorda”. Son sus hijas las que desvelan que con cien años ya cumplidos entró por primera vez a un hospital por una bajada de tensión, a la vez que alaban su “vista de lince” y censuran que, de cuando en cuando, agarre la escoba para limpiar por su cuenta parte del patio de la casa.
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